3. Miedo a volar

La primavera de 2011 pasó con la pantalla dividida en dos. Por una parte, León 11 se despertaba poco a poco del sueño de Taiwán y daba la sensación de que todo el mundo a mi alrededor se estaba haciendo mayor de golpe.

Mientras tanto, yo trataba de terminar el proyecto fin de carrera. Tenía la sensación de estar atrapado por un trámite del que estaba sacando muy pocas conclusiones

Mi tutora del PFC era Concha Lapayese, una mujer que parecía fascinarse con cualquier cosa menos conmigo. La había elegido por mi extraña amistad con su marido, Darío Gazapo, por entonces director del departamento de Proyectos de la escuela. Lo que a priori parecía un movimiento políticamente inteligente, se acabó convirtiendo en una maraña sin sentido.

Dos años antes había cogido la optativa sobre arqueología industrial que impartían Darío y Concha. Todo en su planteamiento me resultó alucinante. El tono con que Darío hablaba era muchísimo más suave que el que utilizaba en sus clases de proyectos.

El primer día de clase nos hablaron de un viaje. A la cuenca minera del Rin, en Düsseldorf. A mi me daba muchísimo miedo volar pero estaba harto de perderme viajes por esa estúpida fobia así que compré el billete nada más salir de clase.

Pasaron dos semanas y, como me sobraban un montón de créditos de libre elección, decidí dejar la asignatura para centrarme en otras obligatorias que me gustaban menos. Como ya tenía los billetes pensé que sería interesante hacer el viaje igualmente.

Cuando bajé del avión, busqué entre los pasajeros a mis compañeros de clase. No había nadie. Esperé la maleta y oí que alguien gritaba: “¿Pero tú qué haces aquí?”
Darío me miraba con sus ojos avispados sin poder creérselo.

El viaje, según me repitió, se había organizado finalmente solo para profesores. “Se dijo el tercer día de clase, increíble”, insistía. Cogí mis cosas de forma lastimera. Había asumido que pasaría unos cuantos días deambulando por Düsseldorf, pero Darío me obligó a alojarme en su mismo hotel con aire paternal y amable.

Hacia el segundo día ya le había pedido a mis padres que me mandaran más dinero. Comí codillo y bebí mucha cerveza rodeado de un imponente claustro de profesores que, contra todo pronóstico, tendían a rivalizar por mi atención.

Recuerdo que una noche, volviendo hacia el hotel, Darío se quedó absorto mirando el Rin y un edificio de Gehry a lo lejos. “¿Te importa si nos paramos un rato?”. Yo pensé que se pondría a teorizar sobre arquitectura o la universidad o la vida… pero en lugar de eso estuvimos casi treinta minutos callados. La bruma era densa y yo no paraba de pensar lo muchísimo que se parecía a Owen Wilson.

Con Concha todo era distinto. Los silencios eran mucho más incómodos y yo ejercía de incordio con cierta resignación. Quería entregar el proyecto cuanto antes para poder participar del momento histórico que se estaba viviendo en el estudio.

Concha no me quería firmar el proyecto y acabé pidiendo a otros profesores que lo hicieran. La idea de presentarme frente al tribunal sin la firma de la mujer de su presidente se antojaba algo realmente temerario y peregrino pero lo hice.

Aquella convocatoria coincidía con la última del plan anterior. Debíamos ser mil personas intentando acabar con todo aquello. Recuerdo perfectamente el día que fui a ver la nota. Era viernes. Temblaba de miedo mientras recorría cada uno de los infinitos nombres hasta llegar al mío. SC. El único en aquella lista de infelices que tenía esa rúbrica. Ni un asterisco, ni un mensaje, nada. SC. Y no había nadie a quien preguntar. El conserje me vio implosionando y me sugirió que volviera el lunes a la revisión.

Algo se rompió dentro de mí esa tarde de viernes. No tenía consuelo y la incertidumbre era tal, que mis padres decidieron ir a Madrid el lunes por si decidía tirarme al Manzanares.

El fin de semana pasó entre cervezas y ruidos lejanos de las fiestas del orgullo. Llegó el lunes como llega un accidente. Hice la cola para revisar mi entrega con la fragilidad de un pájaro recién nacido. Llegó mi turno. Los miembros del tribunal me escrutaron. Sorteé la mirada de Darío hasta que me dijo: “Coge la carpeta, piensatelo fuera, y decide si quieres que te corrijamos”.

Llamé a mis padres, que iban por Albacete. Seguir con aquella dinámica de producción absurda me hubiera destruido pero me sentía sumamente estúpido por haber planteado ese órdago. Tras darle mil vueltas volví a la cola.

“¿Y bien?” preguntaron casi a la vez. Tomé aire y dejé la carpeta en su mesa. Juan Carlos Sancho la abrió. Se quitó las gafas y, leyendo la portada de la memoria me dijo: “Sospecho que usted no sabe ni qué significa el título de su proyecto”.

Miré a Darío que me sonrió con disimulo. Acepté los golpes con un educado y repetitivo: “Agradezco su punto de vista pero entenderá que no lo comparta”. Continuó el escarnio hasta que uno de ellos preguntó: ¿Algo que añadir? Y yo, que me sentía como una rama arrastrada por el viento, concluí: “Si querían suspenderme podrían haberlo hecho el viernes”.

Se hizo un silencio extraño. Como si me faltara algún dato importante para entender la escena. De repente Darío se levantó, caminó hacia mí y me cogió del hombro: “¿Quién ha dicho nada de suspender, hombre?, pero pensábamos que querrías más nota…”

Le di un abrazo. Miré al conserje que sonreía complacido. Pensé en Düsseldorf. Llamé a mis padres y salí a su encuentro en la calle Princesa. Mi padre paró el coche en una parada de autobús cuando me vio corriendo por la acera. Nos abrazamos y saltamos frente a la plaza de los cubos. Un taxista pitaba enfurecido.

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Drama es un estudio de visualización arquitectónica. Vivimos en el lugar donde nacen los proyectos. A medio camino entre la ensoñación y la materia. 
Trabajamos para permanecer en la memoria y aspiramos, cuando la arquitectura se abre paso, a ser olvidados.

Drama es un estudio de visualización arquitectónica. Vivimos en el lugar donde nacen los proyectos. A medio camino entre la ensoñación y la materia. 
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